jueves, 30 de enero de 2014

30 de Enero: Una boda real.


Entre todos los preparativos y la agenda apretada del príncipe para acelerar todos los trabajos para el desarrollo del pueblo, el tiempo pasó muy rápido y el esperado día llego. Por petición mía la boda se llevaría a cabo en la catedral gótica del pueblo, la cual estaba hermosamente decorada y no en la iglesia privada del castillo, como habían sido las bodas familiares anteriores. Era un día de mucha alegría y regocijo y era necesario compartirlo con todos los habitantes del pueblo. Ese día sí parecía hacerse realidad un cuento de hadas, obvio nos vestimos por separado y para esa ocasión regresé por un momento a mi antigua habitación. Necesitábamos un espacio para arreglarnos con tranquilidad y con tiempo o al menos yo, si deseaba consentirme y relajarme un momento. Con mucha anticipación me di mi baño de burbujas y con tranquilidad la estilista profesional que acompañaba a Jean me maquilló y me arregló haciéndome un precioso moño estilo retro para que pudiera lucir la corona y mi velo sin problemas. El príncipe llegaría a la catedral acompañado de Randolph como su padrino, Regina sería mi dama de honor y portaría un ramo de flores más pequeño que me entregaría al terminar la ceremonia. Gertrudis era la encargada de velar por la cola de mi vestido y Jonathan tuvo que pasar una prueba de fuego y hacer algo muy difícil para él a petición mía, sería el encargado de llevarme al altar y entregarme. Cuando entró a la habitación para ver si ya estaba lista, se sorprendió mucho al verme y pude notar en él un semblante de melancolía que no pudo ocultar. La imagen que veía era la de una persona completamente diferente a la que había conocido y aunque pareciera difícil para él, tenía que aprender a verme de una manera diferente. El diseño que escogí, era una obra de arte creado por Jean Phillip que me hacía parecer a la famosa Princesa de Baviera, cuya belleza tan fascinante logró que el mismísimo Emperador de Austria la adorara. Con escote recto del busto y con los hombros al descubierto, una preciosa manga abierta con forma de hoja del mismo tul de mi velo adornada en su orilla con un delicado encaje, caía de manera recta por la parte trasera de mis brazos hasta llegar un poco más debajo de mis caderas, cuya suavidad sólo rozaba por la parte de mis codos, la manga adornaba sólo la parte trasera de mis brazos, la delantera estaban descubiertos. El vestido blanco como la nieve, era de seda y encajes con pequeñas incrustaciones doradas, confeccionado con hilo de plata, ceñido a mi cintura y ajustándose al corsé, definían mi figura. De faldón ancho ayudado por un suave y fino armazón de aros, como se usaban en la segunda mitad del siglo XIX y envuelto en varias capas de suave tul, me ayudó a tener el amplio modelo deseado que complementaba una cola desmontable de casi tres metros. El velo como las mangas de un tul muy suave, del tamaño de mi persona por la parte trasera y a mi cintura por la parte delantera, en cuya orilla de delicado encaje decoraban también pequeñas piedras brillantes. El velo se ajustaba a mi peinado y a la tiara de diamantes sobre mi cabeza que hacía juego con la demás pedrería que usaba. Así había deseado mi vestido de boda y así logró ser ¿Por qué? Una vez cuando era niña junto con mi abuela miré el retrato de la que fue la Emperatriz de México y al conocer también a la Emperatriz de Austria, soñé con que algún día pudiera usar un vestido como esos, después al estudiar música y fascinarme con los valses de Strauss, supe que deseaba bailarlos algún día con un vestido así y girando en los brazos de un apuesto galán, regresar un poco el tiempo sólo para mí y ahora, gracias a Dios mi deseo se hacía realidad. No quise hacerlo en mis quince años pero sí, cuando llegara el momento de casarme. Ahora era mi boda, mi vestido anhelado y el príncipe de mis sueños y pronto, también bailaría un vals en sus brazos, era lo más romántico que podía pedir. Debido al clima helado un hermoso abrigo blanco, parecido al que el príncipe me había regalado, terminaba de hacer juego con mi ajuar, el cual me serviría sólo para trasladarme del castillo al pueblo y viceversa. Jonathan besó mi mano y pidió besar mi frente, lo complací, depositó un tierno beso sobre ella y me colocó el velo para cubrirme la cara, a la vez que me daba mi precioso ramo de flores blancas que caía como cascada. Salí del castillo acompañada de su brazo, Beláv como siempre mi cochero, intentó no mostrar sus sentimientos pero un nudo de felicidad lo ahogaba y evitaba llorar, me conmovió su emotividad y se lo agradecí mucho. Un coche cerrado, con ventanas de cristal, dorado y reluciente tirado por seis hermosos caballos blancos como en los cuentos, me esperaba para llevarme a él, siendo escoltada por una guardia personal liderada por Gastón.

Llegamos a la catedral y una preciosa alfombra color vino con toda la guardia saludando a cada lado, me esperaba para conducirme hasta el altar donde Jonathan me entregaría al príncipe, agradezco su gentileza y admiro el valor con el que pudo hacer eso. La ceremonia dio inicio a las once de la mañana y fue muy emotiva. Loui ya estaba esperándome en el altar, al entrar a la catedral el sonido del arreglo que solicité del “Final” de la música del ballet de La Bella Durmiente de Tchaikovsky anunciaba mi llegada. La solemnidad de las notas me hacían sentir que caminaba entre las nubes al ver que él, el príncipe de mis sueños y el hombre de mi vida estaba esperándome al final. Se había cortado un poco el cabello pero siempre usó un lazo negro para sujetarlo, se veía hermoso, gallardo y perfecto como siempre, en un traje de gala negro y dorado con una banda roja cruzando su pecho y muchos broches adornando el mismo. Llevaba guantes blancos y un sable a un lado de su cintura, parecía un traje militar, era el traje de bodas de los herederos de Bórdovar. Al llegar Jonathan lo reverenció y me entregó a él, Loui le extendió la mano y Jonathan correspondió el saludo, las estrecharon a la vista de todos y en señal de haber dejado todo atrás, luego besó la mía y nos sentamos frente al clérigo para dar inicio a todo. La ceremonia fue rápida y mientras se leían fragmentos de la Biblia, la música del “Despertad” de Bach nos envolvía suavemente. Entre el Cantar de los Cantares y la Primera Carta a los Corintios un momento emotivo se dejó sentir, mientras Loui me tomaba de la mano y entre la Música Acuática de Haendel y la Cantata #147 de Bach, no pude evitar que una furtiva lágrima rodara por mi mejilla, por lo que al verla Loui la secó tiernamente con su índice, me había prometido no hacerme llorar pero ahora lo hacía de felicidad. Una sorpresa que Loui me dio en el momento que se quitaba sus guantes, fueron nuestros verdaderos anillos de boda. Randolph y Regina se encargaron de quitarnos los anillos de los reyes para que con nuestras propias manos pudiéramos intercambiar y colocar nuestros anillos, uno en el dedo del otro como símbolo de amor, unión y fidelidad. Después de intercambiar los votos y decir el esperado “sí quiero” con gentileza Loui desveló mi cara para él y colocándolo hacia atrás, un apasionado beso nos unió ante los ojos de todos y al firmar las actas eclesiásticas y entregando mi ramo a la cruz del altar mayor, la ceremonia concluyó. Antes de salir, Regina me entregó el ramo más pequeño y mientras caminaba por el pasillo principal ya de su brazo y al sonido del “Gloria in Excelsis Deo” de Vivaldi, todos nos reverenciaban al pasar, ahora ya estábamos unidos ante los ojos de Dios y de todos. Al salir de la iglesia, las campanas replicaban jubilosas y también, todas las personas estaban aglomeradas a la salida para compartir con nosotros su regocijo. Ahora sí, a más de un mes de habernos casado por la ley y de estar unidos en cuerpo y alma, ahora ya lo estábamos también ante los ojos de Dios y de todo el mundo como testigos. El príncipe y yo finalmente nos unimos en una hermosa boda real eclesiástica en donde todos, nobles y plebeyos éramos uno solo porque nos unía un solo motivo; la alegría y el regocijo. El pueblo tendría su propia fiesta para celebrar con nosotros ese día, brillaban de flores, guirnaldas, globos, banderas, cintas y fuegos artificiales para la noche, mientras que la fiesta de nosotros, sería privada en el castillo. La fiesta de recepción no fue al aire libre como lo hubiera querido, el clima estaba helado por lo que el banquete y el baile fue en un hermoso y enorme salón barroco decorado con exquisitez por lo cual, igual fue un sueño para mí. El castillo y sus jardines estaban hermosamente decorados con los estandartes reales y flores por todas partes, la música orquestal sonaba divina y el banquete preparado tanto los bocadillos, entradas, plato fuerte, postres, bebidas y hasta la misma y exagerada torta de bodas elaborada especialmente por Tito eran tan finos y exigentes dignos de la Casa Real de Bórdovar. El momento que más esperaba con ansias fue el vals, con el cual me sentí en el cielo girando de manera romántica en los brazos de mi príncipe, al sonido de la maravillosa música del “Vals del Emperador” de Strauss. Estando en sus brazos y verme en sus ojos al ritmo de la música era un sueño para mí, su mirada enamorada y la mía devota se encontraron en ese momento, en donde no existía nada más, sólo nosotros. Pero la tradición otorgaba bailar unos minutos con otras parejas, así que mi príncipe se vio obligado a compartirme, con Randolph, con Jonathan y con otros cuantos que no perdieron la oportunidad ansiosos de tener ese acercamiento conmigo, igual él tuvo que bailar con Regina y con otras damas hasta que por fin regresé a sus brazos, lo cual me dio mucho alivio y a él también. A pesar de haber sido un día helado del todavía invierno, disfrutamos al máximo de nuestra fiesta pero también dejamos que los invitados la disfrutaran más. Nos despedimos de todos pero principalmente de Regina y de Jonathan que en unos días regresarían  a sus países y pasaría mucho tiempo para volver a vernos. Salimos rumbo al puerto en donde me esperaba una sorpresa más que no conocía de parte de mi príncipe; su barco privado. El crucero “Reina Leonor” que había sido del rey Leopoldo nos esperaba para llevarnos rumbo a la felicidad.

Para comenzar me llevaría a conocer la bella isla de Madeira lo que me hizo renovar nuevas fuerzas, después iríamos a Marruecos y después, cruzaríamos los llamados “Pilares de Hércules” donde estando en alta mar, celebraríamos el Día de los Enamorados como sólo él y yo lo sabíamos hacer. El paseo por el Mediterráneo fue maravilloso y tuvimos la oportunidad de adquirir un guardarropa “más moderno” y acorde a nuestro tiempo para no parecer ridículos en las principales ciudades en las que estuvimos. Fuera de Bórdovar intentamos ser una pareja normal de recién casados que disfrutaba placenteramente de su luna de miel, visitando cada puerto y cada hermosa ciudad fue un sueño para mí estando junto a él. Visitamos las Islas Baleares, Túnez, Malta, Egipto, Chipre, llegando hasta Turquía y regresando por Grecia para luego llegar a Italia. Todo ese mes de Febrero disfrutamos al máximo de nuestro viaje de bodas y al concluir las rutas marítimas, el príncipe me dio otra sorpresa más; su avión privado. Apolo nos esperaba en Roma para llevarnos a disfrutar de una luna de miel por casi toda Europa, lo que hizo que nuestro viaje de bodas durara dos meses más.


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